A propósito de la Navidad
Estimados amigos, Estimados
señores,
Las raíces históricas del
motivo de la fiesta de Navidad se remontan a antes del nacimiento de
Jesucristo: de
hecho, la fecha exacta del nacimiento de Jesús es desconocida, porque en el
Oriente antiguo no se celebraban los cumpleaños y allí, generalmente, los
padres no recuerdan cuándo han nacido sus hijos. Se trata de costumbres que han
durado hasta fecha reciente: en los censos elaborados en el Oriente Medio tras
la descolonización, la mayor parte de los ciudadanos ignoraba su propia edad.
Tampoco las Escrituras ayudan a despejar la incógnita. El Evangelio
canónico más antiguo, que es el de Marcos, pasa completamente por alto
la infancia de Jesús. Mateo sitúa su nacimiento en Belén, según la
profecía de Miqueas, pero no nos especifica nada más. El prólogo añadido
al Evangelio de Lucas, donde se dice que “había en la región unos
pastores que pernoctaban al raso y de noche se turnaban velando sobre su
rebaño” (2, 8), sugiere una fecha primaveral. La tradición posterior de la
gruta de pastores no se encuentra en los evangelistas; parece que se refiere a
un santuario del dios Adonis tardíamente anexionado por la Iglesia para su
culto.
Un
hecho determinado que me viene a la cabeza y que, al ser decisión Imperial,
debería estar datada y dar luz sobre fechas es la decisión de Herodes de matar
a los niños inocentes menores de dos años, pero… Tampoco está claro, ni
detalladamente datado.
“Una voz se oyó en Ramá,
un llanto y un gran lamento:
Raquel llorando a sus hijos.
Y no quería consolarse porque ya no existen”.
En la tradición cristiana, Herodes
el Grande, aparece como protagonista de un pasaje del Evangelio de San Mateo en el que manda asesinar a todos los niños
menores de 2 años después de que los Magos de Oriente no le dijeran el lugar
del nacimiento del «Rey de los judíos», tras indagar con los escribas y
sacerdotes del Templo de Jerusalem que señalan a Belén, el pueblo del rey David
como lugar del nacimiento del Mesías. La narración termina contando la huida de
María, José y el niño a Egipto, donde permanecieron hasta la muerte de Herodes.
La narración se encuadra
cronológicamente en fechas poco anteriores a la muerte de Herodes, dato que
sirvió al cronista Dionisio el Exiguo para calcular el nacimiento de Cristo y
el comienzo de la Era cristiana, base del actual Calendario gregoriano, que
adolece de la imprecisión de esa fecha concreta.
Ningún historiador de esos tiempos
hace mención al hecho, por lo que parece más probable que sea un relato
ficticio con fines catequéticos, junto con el de la adoración de los magos,
aprovechando la imagen de sanguinario que tenía Herodes entre el pueblo judío.
Pese a esto, en el año 2008 la
cadena televisiva estadounidense History Channel sacó a la luz una
investigación realizada por arqueólogos de la Universidad Hebrea de Jerusalén
en donde es posible observar excavaciones con cientos de cadáveres de infantes
los cuales dataron en el siglo primero, correspondiendo con el período en el
que vivió Jesús y con el rango de edad con el que supuestamente tendrían los
niños a los que Herodes habría mandado matar.
En el siglo II hubo amplios debates sobre este punto, y de
que se saldaron con las afirmaciones más contradictorias. Clemente de
Alejandría propuso la fecha del 18 de noviembre; otros señalaron el 2 de
abril, el 20 de abril, el 20 o el 21 de mayo… Esta última era la apuesta de los
cronólogos egipcios. Pero un De Pascha Computus fechado en 243 afirma
que la natividad se produjo el 28 de marzo. Los marcionitas, por su parte,
negaron la mayor: Jesús había descendido directamente del cielo y apareció en
Cafarnaún ya como adulto, durante el año 15 del reinado de Tiberio (Cf. Robert
de Herté: “Petit dictionnaire de Noël”, en Etudes & Recherches,
4-5, enero 1977).
Había motivos religiosos y filosóficos que respaldaban la
opción de quienes preferían dejar la cuestión sin respuesta: por eso Orígenes,
hacia el año 245, consideró “inconveniente” ocuparse de festejar el nacimiento
de Cristo “como si se tratara de un rey o un faraón”. Sin embargo, en esa misma
época estaban apareciendo gran cantidad de protoevangelios y “evangelios de la
infancia”, a cada cual más fantástico, que disparaban la imaginación de los
fieles. Averiguar la fecha exacta de la natividad se había convertido en un
problema de primer orden, seguramente porque en aquel tiempo la doctrina
cristiana empezaba a configurarse como un corpus relativamente
consolidado, obligado a no dejar ni una sola pregunta sin solución.
Fue así como empezó a aceptarse la propuesta formulada por
los basilidianos de Egipto, una secta gnóstica semi-cristiana, seguidora
de las enseñanzas de Basílides y que en la primera mitad del siglo II
habían sugerido la fecha del 6 de enero. Los cristianos de Siria y después
todas las comunidades de Oriente respaldaron la decisión. Pero, ¿por qué el 6
de enero? Porque esa fecha era ya, en el oriente del Viejo Mundo, la de la
Epifanía (del griego epiphaneia, “aparición”) de Osiris y de su
correspondiente griego, Dionisos, y la continuidad de estos dioses con Cristo
era parte de la doctrina del mencionado gnóstico Basílides.
El 6 de enero era la fecha de la bendición de los ríos en el
culto de Dionisos, que los griegos identificaron con el dios egipcio Osiris.
Esta correspondencia venía justificada por profundas afinidades rituales. La
epifanía o aparición de Dionisos tuvo lugar en la Isla de Andros, donde, en la
noche del 5 al 6 de enero, manaba un “vino milagroso” que daba testimonio de la
presencia invisible del dios. Respecto a la epifanía de Osiris, que también se
festejaba en la misma fecha (el 11 Tybi, es decir, el 5/6 de enero),
venía precedida por un periodo de duelo donde se lloraba al dios muerto en la
época del solsticio de invierno; luego reaparecía Osiris y las aguas del Nilo
se hacían vino (conversión agua-vino). Todo el mundo greco-oriental celebraba en esta fecha fiestas
semejantes. La fuente sagrada de Dionisos manaba vino también en el santuario
de Teos.
Hay además una importante presencia femenina en estas
fiestas de la Epifanía. Bajo el vino santo de Dionisos, Isis alumbraba a Harpócrates,
el Sol que volvía a nacer. En la astrología de la alta antigüedad, el 6 de
enero marcaba el momento en que el Sol salía por la constelación de la Virgen.
En Alejandría se celebraban ceremonias en el templo de la Virgen, el Koreión,
pues la Virgen había dado a luz a su hijo Aión, el Eterno, homólogo de Dionisos
y Osiris. Este último rito es particularmente interesante: tras una vigilia de
plegarías, los fieles bajaban a una cripta para retirar una estatua de un niño
recién nacido que exhibía en la frente, las manos y las rodillas, las marcas de
una cruz y una estrella de oro. Los fieles proclamaban: “La Virgen ha dado a
luz; ahora crecerá la luz”. La Virgen… El carácter sagrado de la madre del
Dios, ignorado y en ocasiones hasta negado en el ámbito judeocristiano, es una
aportación específicamente europea al universo religioso del catolicismo. Isidro
Palacios ha dedicado amplias páginas a interpretar el significado profundo
de la Dama (Apariciones de la Virgen, Temas de Hoy, 1994). Retengamos el
dato, porque luego volveremos a toparnos con otras damas que pueblan el paisaje
navideño. Señalemos, para concluir este apartado, que esta fiesta del
alumbramiento de Aión tenía un carácter cívico: Alejandro Magno había
fundado Alejandría en el año —331 y, para asegurar la eternidad de la ciudad,
la había consagrado a Aión, el Eterno.
Es evidente que el triple culto de Dionisos, Osiris y Aión
determinó la opción de los basilidianos por el 6 de enero a la hora de fijar el
nacimiento de Jesús, acontecimiento que en aquella época era idéntico a la
Epifanía. Máxime cuando a esa misma fecha, y por el mismo motivo, se le
atribuyen otros dos hechos milagrosos: el bautismo de Jesús en aguas del Jordán
y el episodio de las bodas de Caná con la transformación del agua en vino.
Estos episodios del culto cristiano guardan una clara relación ritual con las
ceremonias acuáticas en el Nilo de Osiris, que era igualmente hijo de un dios y
una mortal, como explica Luciano (Diálogos, IX, 2), y con la
tradición griega y egipcia que conmemora las nupcias del dios solar y las
aguas, incluida la transformación de éstas en vino. Pero no era sólo cuestión
de gnósticos, como los basilidianos. En el cristianismo oriental de los
primeros tiempos, la identificación de Cristo con el Sol es una constante.
Hacia el año 170, Melitón de Sardes, obispo de Lidia, había comparado
inequívocamente a Cristo con Helios, el dios Sol: “Si el Sol con las estrellas
y la Luna se bañan en el océano, ¿cómo no iba Cristo a ser bautizado en el
Jordán? El rey del cielo, príncipe de la creación; el sol levante que apareció
también ante los muertos del Hades y los muertos de la Tierra, ha ido, como un
verdadero Helios, hacia las alturas del cielo”.
De manera que en siglo IV, y empujado por la fuerza de esta
memoria mítica, todo el Oriente cristiano está ya celebrando el nacimiento de
Jesús el 6 de enero. En 386 se ha decidido oficialmente que las dos grandes
fiestas cristianas son Pascua y Epifanía. Un año antes, el papa Siricio,
recién entronizado en la Silla de Pedro, había calificado la fecha del 6
de enero como “Natalicia”.
Nos hallamos aquí en presencia de un fenómeno que los
antropólogos conocen por sincretismo, a saber, la conjunción de dos o
más rasgos culturales de origen diferente que dan lugar a un nuevo hecho
cultural. La Europa suroriental de los primeros siglos de nuestra era, donde
confluían las tradiciones griega, egipcia y judeo-cristiana, junto a muchas
otras ramas de la religiosidad del oriente próximo, fue terreno abonado para
este género de fenómenos. Pero si el carácter sincrético de la Epifanía
cristiana del 6 de Enero es evidente, igualmente lo será la otra gran tradición
navideña: la de celebrar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre.
La fiesta del Sol Invicto
Efectivamente, mientras la Iglesia de Oriente adopta el 6 de
enero como fecha de la Natividad, en el occidente de Europa se empieza a
adoptar la fecha del 25 de diciembre. Y también aquí el origen es
pre-cristiano: en este caso no Osiris ni Dionisos, sino Mitra, aquel dios solar
de los persas, seguramente derivado del Mitra indio, y que las legiones romanas
trajeron a Europa. El culto de Mitra, aunque se remonta a los siglos VII y VI,
conoció un formidable impulso en la Roma del siglo II. De hecho, esta época
conoció una dura competencia entre el cristianismo y el mitraísmo, pues ambas,
que compartían muchos elementos comunes (la idea de redención, la salvación de
las almas después de la muerte, etc.) pugnaban por convertirse en la religión
dominante de un Imperio que había ya abandonado a sus viejos dioses. Y los
mitraístas festejaban el renacimiento de Mitra todos los años, el 25 de
diciembre, justo en medio del periodo del solsticio de invierno, después de las
saturnalias romanas.
Además, hay que tener en cuenta que en esta misma época los
pueblos bárbaros —esto es, los nada o poco romanizados— seguían
celebrando en torno al 25 de diciembre sus viejos ritos solsticiales. Así la
Iglesia consideró bueno operar en su provecho un hábil sincretismo. ¿Acaso la Biblia
no llama al Mesías “el Sol de la justicia”, como escribió Malaquías?
En efecto, el 25 de diciembre era en Roma la fiesta del Sol
Invicto. Según cuenta Macrobio, ese día los fieles se dirigían a un
santuario de donde sacaban una divinidad del Sol, representado como un niño
recién nacido. Las enseñas del emperador Juliano portaban el lema Soli
Invicto. En el calendario de Philocalus, en el año 354 (que, por
cierto, fue descubierto y dado a conocer por Theodor Mommsen), el 25 de
diciembre se señalaba como Dies natalis Solis invicti; junto a la
primera mención del nacimiento de Cristo y la indicación del nacimiento de
Mitra. Y esta fecha, el día del sol invicto, venía a coincidir también con la
vieja tradición de la Europa precristiana de celebrar el solsticio de invierno,
que ha sido una de las fiestas más importantes de los pueblos indoeuropeos y
que como tal ha sobrevivido en todas las culturas que éstos han creado.
El solsticio de invierno marca el momento de las noches más
largas del año; el sol parece estar a punto de extinguirse. Este periodo dura
doce noches, desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero. Según la tradición,
en este tiempo los reinos de los vivos y los muertos entran en comunicación.
Encontramos este motivo mítico en los celtas, los griegos, los germanos y los
indios védicos. Pero, lejos de significar un tiempo de oscuridad, los
antepasados de los europeos lo celebraban como anuncio indudable del próximo
retorno del Sol y del renacimiento de la vida que no muere bajo el frío
invernal.
Hoy se reconoce de forma prácticamente unánime que fue la
pre-existencia de esta fiesta pagana lo que llevó a la Iglesia a fijar el
nacimiento de Cristo el 25 de diciembre. Escuchemos a Arthur Weigall:
“Esta nueva fecha fue elegida enteramente bajo influencia pagana. Desde siempre
había sido la del aniversario del sol, que se celebraba en muchos países con
gran alborozo. Tal elección parece habérsele impuesto a los cristianos por
hallarse éstos en la imposibilidad, ya fuera de suprimir una costumbre tan
antigua, ya fuera de impedir al pueblo que identificara el nacimiento de Jesús
con el del Sol. Así hubo que recurrir al artificio, frecuentemente empleado y
abiertamente admitido por la Iglesia, de dar una significación cristiana a este
rito pagano irreprimible” (Survivences païennes dans le monde chrétien,
París, 1934). Esta misma tesis es admitida por numerosos autores cristianos. Credner,
en 1833, señalaba: “Los Padres transfirieron la conmemoración del 6 de enero al
25 de diciembre porque la costumbre pagana quería que se celebrara en esta fecha
el nacimiento del Sol, encendiendo velas en signo de alegría, y porque los
cristianos tomaban parte en estos ritos y festejos. Cuando los doctores vieron
cuán ligados seguían los cristianos a esta fiesta, tomaron la decisión de hacer
que la Natividad se celebrara en este día” (“De natalitiorum Christi origine”, Zeitsch,
Hist. Theol., III).
La fusión, no obstante, presentaba sus riesgos desde el
punto de vista doctrinal, porque la identificación entre Cristo y el Sol
llegaba, en las prédicas de los propios padres, a extremos demasiado
paganizantes. Así en el siglo IV San Efrén, en su Himno a la
Epifanía, había desarrollado una explicación absolutamente solsticial del
misterio cristiano: “El Sol es victorioso y misterio son los pasos con que se
eleva. Ved que hay doce días desde que el sol se eleva en el cielo, y hoy henos
aquí en el décimotercer día. Símbolo perfecto del Hijo y sus Doce apóstoles.
Vencidas las tinieblas del invierno, para demostrar que Satán ha sido vencido.
El Sol triunfa para demostrar que el hijo único de Dios celebra su triunfo”.
Este tipo de interpretaciones se hicieron muy frecuentes en los primeros
tiempos: la fiesta del Sol todavía tenía más arraigo popular que la
conmemoración de la Natividad. No es extraño que San Agustín, en sus Sermones,
suplicara a sus contemporáneos que no reverenciaran el 25 de diciembre como día
únicamente consagrado al Sol, sino también en honor a Jesús.
Un testimonio más tardío, el de Beda el Venerable, a
principios del siglo VIII, nos ofrece detalles muy concretos sobre cómo se
aplicó el sincretismo cristiano sobre el solsticio pagano. Así, en la Historia
Ecclesiastica gentis Anglorum del célebre monje benedictino, leemos que en
el año 601 el papa Gregorio I encomendó a los misioneros ingleses, sobre
todo a Melitus y Agustín de Cantorbery, desviar de su sentido
originario las costumbres paganas más arraigadas, y no combatirlas
abiertamente: “No destruyais los santuarios donde se sientan sus ídolos
—explicaba el papa—, sino sólo los ídolos que están en esos santuarios.
Consagrad el agua traída a tales templos y levantad allí altares… de forma que
el pueblo, viendo que sus templos no son destruidos, renuncie a sus errores y
reconozca y adore al verdadero Dios. (…) Y si tienen el hábito de sacrificar
bueyes a los demonios, ofrecedles alguna celebración en lugar de ese
sacrificio… Que celebren fiestas religiosas y honren a Dios con sus fiestas, de
modo que puedan conservar sus placeres exteriores, pero estando mejor
dispuestos a recibir los gozos espirituales”.
La primera mención latina del 25 de diciembre como fecha de
la Navidad se remonta al año 354. Sin embargo, no existe constancia de que en
tal época celebrara la Iglesia fiesta alguna. La tradición dice que la fiesta
de la Navidad fue instituida por el papa Julio I, cabeza visible
de la Iglesia entre 337 y 352, pero no hay ningún documento que permita
asegurarlo. Más probable parece que fuera un poco más tarde, bajo el reinado
del emperador de Occidente Honorio, entre los años 395 y 423, cuando la
Natividad del Señor el 25 de diciembre se convirtió en fiesta religiosa, puesta
en pie de igualdad con la Pascua y la Epifanía, quedando esta última reducida
únicamente al episodio de los reyes magos, y asimilándosele las bodas de Caná y
el bautismo en el Jordán. No obstante, ésto acontecía sólo en la Iglesia de
Occidente, porque en Oriente la Navidad seguía celebrándose como Epifanía, el 6
de enero: existe constancia de que a finales del siglo IV así ocurría en Chipre
y en Jerusalén; Juan Crisóstomo, en una de sus prédicas en Antioquía el
día de Pentecostés, sólo cita tres grandes fiestas cristianas, a saber,
Epifanía, Pascua y el propio Pentecostés. No será hasta el 440 cuando la
Iglesia decida oficialmente celebrar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre.
Aún así, ésta no constituirá fiesta obligatoria hasta que así lo decida el
Concilio de Agde, en el 506. Y habrá que esperar al año 529 para que el
emperador Justiniano la implante como día festivo.
¿Quiénes eran los Reyes Magos?
Es muy significativo el hecho de que el paso de la Navidad
del 6 de enero al 25 de diciembre haya coincidido con la implantación del
cristianismo en Europa, su triunfo en Roma y el abandono progresivo de los
ritos orientales. Desde el año 450, el papa León Magno había comenzado
la revisión doctrinal al definir la Epifanía como “la fiesta de los Magos”. En
Milán, Ambrosio conmemorará el 6 de enero el bautismo de Cristo. A
principios del siglo V, en Italia, la Epifanía es llamada “la fiesta de los
tres milagros”: la adoración de los Magos, el bautismo en el Jordán y la
transformación del agua en vino.
La aparición de estos personajes, los Reyes Magos o Magos
de Oriente, merece mención aparte, porque constituye también un claro
ejemplo de sincretismo. Los Magos sólo aparecen en el más tardío de los
Evangelios sinópticos, que es el de Mateo. Éste habla de “sabios”, en número
indefinido, que acuden a Belén guiados por una estrella milagrosa. Las
connotaciones mitraístas del episodio son evidentes: el empleo de la palabra magi
(“magos”), de origen indoeuropeo, permite descubrir una clara alusión a los
sacerdotes persas, adoradores de Mitra; éstos, en la época del nacimiento de
Jesús, mantenían el culto en Jerusalén y parecen haber gozado de una notable
influencia; conviene saber, por otra parte, que Mitra, nacido el 25 de
diciembre, fue también adorado por pastores que le llevaron ofrendas, es decir,
el mismo episodio que encontramos en Lucas. Respecto a la estrella, caben las
hipótesis más dispares: desde la de que se trata de un cometa hasta la propuesta
por dos astrónomos franceses, Jean Gagé y Franz Cumont, que la
identificaron como el “pequeño rey” de la constelación de Leo (el regulus
de los romanos, el basilikos de los griegos). Esta última tesis tiene la
ventaja de coincidir con la tradición irania: los persas atribuían a esta
estrella la capacidad de despertar vocaciones de realeza, e intervenía en el
horóscopo que dibujaban los sacerdotes para determinar el momento del
nacimiento del rey cuando la constelación entraba en el Sol. Las conexiones
entre el episodio de los Magos y la tradición persa no terminan aquí. En una
versión árabe de los Evangelios descubrimos el siguiente pasaje: “Ved
cómo los magos vinieron de Oriente a Jerusalén, según predijo Zoroastro”. El
texto zoroástrico alude a un Mesías que es Saushyant, el dios-salvador iraní,
identificado más tarde con Mitra.
Los Evangelios no dicen nada acerca del número, el
nombre o la apariencia física de los Magos. Los cristianos de Oriente decían
que son doce. La tradición romana se quedará con tres, a los que dará nombres
fantásticos. El título de “Reyes” parece haberse añadido tardíamente para que
la tradición y el Evangelio concordaran con las profecías judías: “Reyes serán
tus ayos, y sus princesas tus nodrizas; postrados ante tí, rostro a tierra,
lamerán el polvo de tus pies” (Isaías, 49, 23). La leyenda se fue
ampliando poco a poco, según esa ley de la memoria de los pueblos que convierte
el mito en realidad incontrovertible y que hace real lo imaginario. Durante la
Edad Media los Reyes Magos despertarán una gran devoción. Se supone que sus
reliquias fueron trasladadas en el siglo VI desde Constantinopla hasta Milán.
En el año 1164, el emperador Federico Barbarroja las hizo transportar a
la catedral de Colonia, donde aún hoy reposan.
No obstante, y por importante que fuera la fiesta de los
Reyes Magos, la fecha del 6 de enero quedaba notablemente disminuida respecto a
la nueva fecha de la Navidad. Para facilitar el cambio de fechas, la Iglesia
recurrirá a un desdoblamiento doctrinal: la Navidad, el 25 de diciembre,
conmemora el nacimiento físico de Jesús (natalis in carne); la Epifanía,
el 6 de enero, celebrará el “segundo nacimiento”, espiritual, de Cristo,
simbolizada por el bautismo en aguas del Jordán. Esto no dejará de producir
violentos conflictos entre las iglesias latina y oriental. Las comunidades de
Siria y Armenia declararán desde el primer momento su horror por la elección de
un día como el 25 de diciembre, reconocido como marcadamente pagano: acusarán a
los “occidentales” de idolatría y seguirán fieles al 6 de enero, olvidando que
esta fecha, la escogida por los seguidores de Basílides, también era de origen
pagano.
En Europa la tradición era poco a poco unificada, los viejos
textos litúrgicos sobre la Epifanía eran “corregidos” para encajar las
innovaciones y los sacerdotes celebraban en Cristo la lumen lumine (“luz
de luz”, expresión retomada de la liturgia mitraísta: “llama nacida de la
llama”). Con el transcurrir del tiempo, siglos más tarde, la Epifanía irá
perdiendo importancia en la Iglesia de Occidente y quedará reducida al episodio
de los Magos, mientras que el bautismo en aguas del Jordán se transferirá al 13
de enero. Recientemente, en 1972, la Iglesia de Roma romperá una vez más la
tradición y hará de la Epifanía una fiesta móvil, para satisfacer “fines
ecuménicos”. Mientras tanto, en Oriente, la Epifanía alcanzaba una importancia
que jamás conocerá en Occidente: en el imperio bizantino, el agua de
Epifanía será durante mucho tiempo bendecida y asperjada sobre los fieles,
costumbre ritual que no llegará a la iglesia latina hasta el siglo XV. Todavía
hoy, la Iglesia armenia, sometida al rito jerosolomitano, rechaza la fecha del
25 de diciembre; los cristianos coptos de Egipto aún celebran el 11 Tybi
(6 de enero) el Aïd-el-Ghitas o “fiesta de la inmersión”.
Esta actitud de rechazo no será excepcional en la historia
del cristianismo. Los maniqueos, por ejemplo, siempre se negaron a reconocer la
fecha del 25 de diciembre. Lo mismo hicieron numerosos grupos protestantes. En
la Inglaterra de Cromwell, las celebraciones de Navidad fueron
suprimidas por la violenta hostilidad de los puritanos hacia todo cuanto
pudiera recordar ese origen pagano. La Navidad no se restableció hasta 1660,
tras la restauración de Carlos II. En Escocia, la Navidad fue prohibida
en 1583 y se arbitraron graves sanciones para quien la festejara. Todavía hoy,
numerosas sectas cristianas, como los Testigos de Jehová, rehúsan celebrarla.
Supervivencia de los ritos paganos
Señalemos que esta fobia de tantas familias cristianas hacia
la fiesta de la Navidad está completamente justificada desde su punto de vista.
La cristianización de la fiesta, aunque profunda, no fue capaz de eliminar los
rasgos eminentemente paganos del 25 de diciembre. Para constatarlo basta con
repasar los elementos rituales populares que rodean a la Navidad. Veremos así
que todos ellos, en Europa, tienen un origen innegablemente pagano.
Tomemos, por ejemplo, una de las costumbres más típicamente
navideñas: la del banquete. Para culminar la cristianización del solsticio, la
Iglesia quiso hacer del periodo de Adviento (las cinco o seis semanas, según el
rito, previas a la Navidad) un periodo de penitencia y ayuno. El papa Gregorio
Magno, a principios del siglo VII, predicó una serie de homilías en ese
sentido, pero su éxito fue muy limitado. El periodo de ayuno fue reduciéndose
poco a poco hasta quedar limitado a unos pocos días. Su carácter obligatorio
perdió fuerza y los propios papas se vieron obligados a tolerar su
transgresión, antes de que fuera definitivamente abolido por el nuevo código de
Derecho Canónico en 1918; en la Iglesia de Oriente, por el contrario, su
práctica sigue siendo muy estricta. Y es que las semanas previas a la Navidad,
en Europa, han sido siempre un periodo de alegría y alborozo, de gozosa
preparación a la fiesta, sin carácter expiatorio. Tradicionalmente, el pueblo
ha celebrado el periodo de Adviento a partir del 11 de noviembre, San Martín,
fecha (móvil, no obstante) que tanto en Alemania como en España permanece vinculada
a la matanza del cerdo. El cerdo, de hecho, ha sido el manjar emblemático de la
Navidad hasta que los españoles introdujeron en Europa el pavo, procedente de
México. Y así el adviento pagano es una verdadera escalada gastronómica que
culmina con los banquetes solsticiales, los días 24 y 25 de diciembre, y con el
apogeo de los dulces de Navidad: todos los pueblos de Europa poseen sus propios
dulces navideños, desde los mazapanes y turrones españoles hasta los cognés
de la Lorena, pasando por las keniolles de Flandes y el plum pudding
inglés. Es una costumbre antiquísima: existe constancia documental de que en la
Edad Media los vasallos ofrecían a sus señores “panes de Navidad” en signo de
fidelidad renovada.
Otro tanto cabe decir de una estampa tan vinculada al
periodo navideño como la de los niños que piden el aguinaldo. El origen de esta
palabra, aguinaldo, es un misterio. En castellano antiguo se decía aguilando,
y la Real Academia Española lo hace derivar del latín hoc in anno. En
francés se dice Au gui l’an neuf; en dialecto gascón, aguilloné.
Pero en bretón recibe el nombre de aghinaneu, lo cual ha hecho pensar en
un origen céltico del término. Su campo semántico es siempre el mismo: un coro
—ya de niños, ya de pobres— que en los días de Navidad pide limosna de casa en
casa. Hoy designa especialmente el regalo que se ofrece a los grupos de
escolares que recorren los hogares durante el periodo navideño, y muy
especiamente durante las doce noches que dura el solsticio de Invierno, tocando
música y cantando. Desde el punto de vista antropológico se ha explicado
numerosas veces su significado social y “mágico”: en origen son un signo de
buen augurio, porque los niños, al recibir los regalos de la comunidad,
aseguran la suerte durante el año que entra; por eso existe también la
superstición de que negarse a atender sus peticiones trae mala suerte.
Tan inseparable de la Navidad como el aguinaldo son los
villancicos. Ésta es la denominación propiamente española, pero en todas partes
existen cantos específicos para este periodo del año. También aquí la vieja
costumbre pagana se impuso sobre las correcciones introducidas por los
teólogos. Existen vestigios de que los villancicos oficiales, en el siglo V,
eran cantados en latín y respondían a melodías profundas y solemnes. Éstos,
empero, fueron rápidamente sustituidos por los cantos populares, que reforzados
por su arraigo tradicional se reinstalaron en un universo religioso del que
habían sido excluidos. Así florecieron los villancicos en España, las Weihnachtslieder
alemanas, los carols ingleses, los chants de Noël franceses…
Todos vienen además caracterizados por el importante papel que en ellos juegan
los niños. Vencido el tabú eclesial, los villancicos llegaron a cantarse y
bailarse en las iglesias, hasta que tal costumbre fue proscrita en el siglo VII
por uno de los concilios de Toledo, verosímilmente el XIV, en 684 (por cierto
que el transformar las iglesias en escenario de los ritos populares
precristianos parece haber sido una costumbre muy arraigada: es sabido que en
España se celebraron corridas de toros en el interior de aquéllas). Pero es el
hecho que los villancicos siguieron en las calles y en los hogares de toda
Europa, siempre con sus ritmos alegres y acompañados por instrumentos populares
como la zambomba española, los caramillos ingleses o el Rummelpot
alemán.
Banquetes, aguinaldos, villancicos… y regalos, por supuesto.
¿Qué sería una Navidad sin regalos? No hace falta haber leído a Bataille
para saber que el regalo es un símbolo comunitario —y sagrado— de alegría
puesta en común. Y a este respecto, el paisaje es de lo más diverso. En los
países donde el imaginario católico medieval arraigó con mayor fuerza, como
España, los Reyes Magos siguen siendo los grandes protagonistas (ése es también
el origen de otra bella tradición típicamente española: el belenismo, o
construcción de reproducciones artísticas del imaginario portal de Belén). Pero
es evidente que la práctica del regalo navideño es anterior al cristianismo, a
juzgar por la gran cantidad de personajes que en estas fechas recorren los
hogares.
Los que nos traen los regalos
Uno de los más antiguos dispensadores de regalos es,
curiosamente, San Martín, el mismo que da la señal para la matanza
ritual del cerdo. Pero, según parece, este Martín no tiene nada que ver con el
viejo obispo militar de Tours (316-400), fundador del monasterio de Ligugé,
sino que la tradición popular ha utilizado su figura para reencarnar en él a un
personaje anterior, patrón de las fiestas del buen comer y mejor beber, del que
quedan evidentes huellas en los Martinsfeuer, Martinhorn o Martinsmännchen
de diferentes regiones alemanas. San Martín da los regalos en Flandes y en
algunas zonas rurales de Bélgica. Antaño fue así también en Cataluña, y más
concretamente en la región del Ampurdán, según refiere Joan Amades: “Se
decía a los niños que, al caer la noche, llegaría San Martín vestido como un
pobre y montado en un asno flaco y mugriento, y que en la ventana de los niños
buenos pondría castañas y otros frutos secos, y en la ventana de los niños
malos dejaría cenizas y las boñigas del asno” (Costumari catalá, vol.7,
p.711). El asno, por cierto, es también el animal que acompaña a Frau Holle y a
San Nicolás.
Y este San Nicolás, ya que aquí aparece, nos da otra muestra
de curiosa coincidencia entre los Países Bajos y el Levante español. El San
Nicolás de la hagiografía cristiana es el antiguo obispo de Mira, en Asia
Menor, en el siglo IV. Su fiesta, el 6 de diciembre, es —o era— el gran día
infantil de los regalos en gran parte de Centroeuropa, donde la llegada de San
Nicolás/Santa Claus marca el inicio del periodo de Adviento. Una y otra figura,
la del santo y la del dispensador de regalos, responden, evidentemente, a
orígenes distintos. Según explica F.X. Weiser, “tras el nombre de Santa
Claus se oculta la figura del dios pagano germánico Thor, cuya leyenda ha
pasado al viejo obispo en la presentación moderna de San Nicolás… Para nuestros
antepasados paganos, es el dios más alegre y mejor, que nunca dañaba a los
humanos, sino que los ayudaba y protegía. En cada casa se le consagraba un
lugar especial ante el altar, y se decía que descendía por la chimenea en su
elemento, el fuego” (Fetes et coutumes chrétiennes. De la liturgie au
folklore, Mame, 1961). Pero este origen germánico se complica si tenemos en
cuenta que, en la tradición popular de los Países Bajos, se dice que San
Nicolás viene de España. ¿Es sólo un recuerdo de la época imperial?
El antropólogo José Antonio Jáuregui, señala que
hacia los siglos XV o XVI existía pareja fiesta de San Nicolás en Valencia,
lugar de escasísima presencia germánica. ¿Es la misma fiesta? ¿Tal vez el
actual San Nicolás centroeuropeo es una mixtura de elementos germánicos y otros
mediterráneos aportados por los soldados españoles? Misterio. En todo caso, lo
seguro es que no se trata del obispo de Mira.
Una variante muy interesante a este respecto es la que
protagonizan las figuras femeninas. En el norte de Italia goza de gran
popularidad el Hada Befana; en ciertas regiones de Francia, los regalos los
trae la Tante Arie; en Rusia, Babushka; en el sur de Alemania, el hada Perchta
(o Berchta) aparece durante la época del solsticio para proteger a los niños.
Es imposible no conectar estas damas con la Frau Holle alemana, verosímilmente
derivada a su vez, como ha demostrado Alain de Benoist, de la vieja
diosa de la tercera función Holda, encargada de la protección de los niños y
las mujeres. ¿Por qué tantas hadas y en lugares tan diferentes? Volvamos al
testimonio de Beda el Venerable: “Los antiguos pueblos de Inglaterra hacen
comenzar el año el 25 de diciembre, el día en que nosotros celebramos el
nacimiento del Señor, y esa misma noche que para nosotros es tan sagrada, ellos
la llaman modranecht (modra niht), es decir, la noche de las madres”.
Estas “madres” celebradas en Navidad, según interpretación hoy comúnmente
admitida, serían antiguas divinidades benefactoras que habrían sobrevivido en
los mencionados personajes navideños. El linaje precristiano de esta figura
quedaría confirmado por algunas de las leyendas que acompañan a estas damas:
así, de la Babushka rusa se dice que en los primeros tiempos sufrió la
maldición de los obispos; también Frau Holle está vinculada al viejo rito de la
caza salvaje de Wotan, identificado por la Iglesia con el Diablo (rito del
cual, por cierto, existe un eco en la tradición gallega: el de los gigantescos
jinetes que viven en el fondo del valle de Monterrey, en Orense, y que el día
del fin del mundo saldrán con sus caballos librando descomunal batalla con los
hombres de la superficie; en otro momento nos ocuparemos de ésto).
Con todo, y a pesar del enorme interés de esta presencia
femenina en los regalos rituales navideños, la figura predominante es
masculina. La Babushka rusa va siempre acompañada (cuando no es simplemente
sustituida), por Frost, el hielo o “Padre Invierno”. Por cierto que en la
Borgoña existe un homólogo suyo: el Padre Enero. En otros lugares, como
en el País Vasco, es el Olentzaro quien da los regalos; el Olentzaro
entronca directamente con las figuras aquí descritas, pero presenta una
característica muy particular: representado como un muñeco de paja o madera
ataviado con la vestimenta típica de los campesinos de la zona, al final es sin
embargo apaleado por la chiquillería. Detengámonos brevemente en este punto.
Contra la peculiaridad que algunos hermeneutas del vasquismo pretenden ver
aquí, la realidad es que este rito del apaleamiento del Olentzaro evoca
innegablemente las ceremonias de subversión e inversión características de las
viejas saturnalias romanas, que se corresponden con las “fiestas de los locos”
de otros lugares de Europa: los fuegos saturnales del 21 de diciembre; el “rey
de burlas” de las legiones romanas, el día 22 de diciembre; las mascaradas de
Deméter en Grecia, el 26 de diciembre; la fiesta de los Inocentes, superpuesta
tardíamente a la fiesta de los locos, el día 28; las Kalendas Ianuarias
del 1 de enero, condenadas por Isidoro de Sevilla por dar lugar a todo
tipo de excesos… Se trata del otro rostro de la Navidad: la fiesta orgiástica,
que permaneció durante mucho tiempo en las capas populares de la comunidad, y
que seguramente prolonga ritos previos a la llegada de los indoeuropeos… no
sólo en el País Vasco.
Pero estábamos en los dispensadores de regalos. Y hoy en
día, como es bien sabido, el mayor regalador es Papá Noel, figura en la
que confluyen los rasgos del paternalismo, la bondad, el banquete y el descenso
por la chimenea, entre otros elementos característicos de las figuras antes
mencionadas. Muchos piensan que la moda de Papá Noel forma parte del
colonialismo cultural norteamericano. Ésto es verdad sólo por lo que respecta a
los años recientes, porque, en realidad, Papá Noel no es un invento
norteamericano (allí se llama Santa Claus, y es también importado de Europa),
sino que procede de Alsacia. En 1871, tras la firma del Tratado de Frankfurt
que ponía fin a la guerra franco-alemana, en Alsacia y Lorena se produjo una
verdadera diáspora humana (y, por tanto, cultural) que parece estar detrás de
muchas actuales costumbres navideñas. Papá Noel es una de ellas, aunque no
falta quien le atribuye un origen normando.
Y el Árbol eterno
Donde no cabe duda alguna del origen alsaciano es en otra de
las grandes costumbres navideñas de nuestros días: la del árbol de Navidad. Los
primeros datos acerca de esta costumbre en la época moderna datan de los años
1521 y 1539, y siempre circunscritos a esa región de Europa. No se generalizará
por todo el continente hasta el siglo XIX. Ahora bien, aunque el rito en su
forma actual sea de origen próximo, el tema del árbol ligado a la fiesta del
solsticio parece ser antiquísimo. J. Lefftz lo hace remontar al
paganismo antiguo (Elsässischer Dorfbilder, Wörth, 1960). Parece claro
que no hay ningún rastro cristiano en él. En la simbólica cristiana, el único
árbol conocido es el árbol del jardín del Edén, del que Adán comió el fruto
prohibido, desobedeciendo a Yahvé. Por el contrario, algunos datos de la vieja
Irlanda y sobre todo de Escandinavia permiten remontar esta costumbre a un
viejo culto al árbol germánico. Hoy se admite, con M. Chabot, que “en
los tiempos paganos, en las fiestas de Jul, celebradas a finales de
diciembre en honor del retorno de la Tierra hacia el Sol, se plantaba ante la
casa un abeto del que colgaban antorchas y cintas de colores” (La nuit de
Noël dans tous les pays, Pithiviers, 1907). Pero el árbol no aparece sólo
en la tradición germánica: gracias a Virgilio sabemos que en Roma,
durante el periodo de las saturnalias, se colgaba en plaza pública un árbol
cargado de juguetes.
Nos hallamos aquí en presencia de otro elemento inseparable
de la mentalidad mítica europea: el árbol como símbolo sagrado, como eje o
pilar del mundo; un árbol que para los celtas era una encina o un roble, un
fresno para los escandinavos (el famoso fresno Yggdrasill) y un tilo
para los germanos. El árbol, con su impresionante estructura, sus hojas, su
tronco y sus raíces, es una representación del cosmos y de su organización;
pone en contacto los diferentes niveles del mundo (el cielo, la superficie y el
reino subterráneo); une el presente, el pasado y el futuro, y liga al hombre
con su linaje y su devenir. Vínculo de lo continuo y lo discontinuo, representa
la vida que nunca acaba y por eso es símbolo de la regeneración perpetua de la
vida. Exactamente del mismo modo que el solsticio de invierno da testimonio del
renacimiento eterno del sol. Árbol y Navidad, por tanto, mantienen entre sí una
comunión de significados. No es extraño que uno y otra comparezcan al mismo
tiempo en presencia de los hombres.
Esto es, en fin, desde la fecha hasta el árbol, desde los
villancicos hasta los regalos, la Navidad: un antiguo rito pagano, hondamente
religioso (sólo los ignorantes pueden negar la existencia de una religiosidad
pagana), que el cristianismo, en Europa, adoptó con toda naturalidad,
generalmente forzada por el sentido popular de lo sagrado, del mismo modo que
el catolicismo europeo hizo suyos gran número de elementos rituales y
significados sacros de los pueblos que llenaban este continente antes de que
hiciera su aparición Jesús de Nazaret. Tienen razón quienes hoy se lamentan por
la pérdida del sentido originario de la Navidad. Pero no por esa presunta
“paganización” que tanto denuncian los curas —ésta ha existido siempre, mucho
antes de que el cristianismo hiciera acto de presencia—, sino por la
comercialización rampante de los usos navideños. No es el Sol Invicto quien va
a matar a Jesús (ni viceversa) el 25 de diciembre, sino que es Mammon, aquel
dios abyecto del dinero que tanto execrara Ezra Pound, quien parece
haber exterminado a los dos. Quizás ocurre que para los pueblos europeos el Sol
ya se ha puesto definitivamente en un solsticio apocalíptico; nunca más volverá
a salir.
Pero,
no, el Sol siempre vuelve a salir; el Sol volverá. Éso es lo que significa la
Navidad. Y ésto es lo que algunos, fieles a todas nuestras raíces, hemos
celebrado estos últimos días.
En cambio, en Alejandría, Rumania, Bulgaria, Albania, Finlandia, Grecia y Chipre, sí festejan Navidad el día 25 de diciembre.
Cabe señalar que en Belén, ciudad de nacimiento de Jesucristo, la Navidad se celebra dos veces. Pues la Basílica de la Natividad es administrada por la Iglesia católica que celebra Navidad el 25 de diciembre; y la Iglesia ortodoxa de Jerusalén que la celebra el 6 de enero.
En esa iglesia hay una caverna subterránea con un altar sobre el lugar en el que según la tradición nació Jesús. El punto exacto está marcado por un agujero en medio de una estrella de plata de 14 puntas rodeada por lámparas de plata.
En el Protestantismo, debemos tener en cuenta que, aunque hasta el XIX, algunas Iglesias protestantes dejaron de celebrar Navidad, para desligarse del Catolicismo, la mayoría, comenzando por Lutero, continuaron celebrándola el 25 de diciembre. En Estados Unidos compartieron la Navidad católicos y protestantes desde 1607, año en que se celebró por primera vez esa fiesta en Norteamérica.
Los Mormones también se unen al mundo en la celebración navideña tradicional manifiestan lo siguiente:
"Nosotros creemos que el 6 de abril es el cumpleaños de Jesucristo, de conformidad con lo indicado en la revelación citada en Doctrina y Convenios20:1, en la que claramente se fija el día como el cumplimiento de mil ochocientos treinta años desde el advenimiento del Señor en la carne. Admitimos que nuestra aceptación se basa en la fe en las revelaciones modernas, y de ninguna manera se presenta como el resultado de una investigación o análisis cronológicos. Nosotros creemos que Jesucristo nació en Belén de Judea, el 6 de abril del año 1 antes de J.C.” (Fuente: Jesús el Cristo, por James E. Talmage. Capítulo 9, páginas 108-109.)
La Navidad es celebrada por la mayoría de los cristianos, aunque algunos (como los Testigos de Jehová y algunas denominaciones protestantes) consideran que, al no indicar en la Biblia la fecha del nacimiento de Jesucristo ni ordenar celebrarla, no hay razón para celebrar o crear una fiesta por ese motivo. Así también, muchos protestantes creen que la Navidad no debe ser motivo de disputas por no seguir las viejas tradiciones de la Iglesia Católica o por saber la fecha exacta del nacimiento de Jesús.
Los belenes, pesebres o nacimientos navideños consisten en la representación del nacimiento de Jesús, mediante una maqueta de Belén y sus alrededores, en la que las figuras principales son el establo en donde nació Jesús, la Sagrada Familia, los animales y los pastores, también los 3 reyes magos y una estrella con una estela que también suele colocarse en lo alto del árbol de Navidad. Según la tradición, San Francisco de Asís fue su inventor. En Argentina, México, Colombia, Guatemala, Panamá, Nicaragua, Costa Rica, Paraguay, Venezuela, Perú, Chile y Bolivia, la figura del Niño no se coloca hasta la llegada de la Navidad, fecha en que se celebra su nacimiento, y luego de ser «arrullado» es colocado entre José y María.
Los primeros himnos específicos en
honor de la Navidad datan del siglo IV, en la Antigua Roma, y fueron escritos
en latín. Un ejemplo de ellos es el “Veni
redemptor Gentium” compuesto por Ambrosio, el entonces Arzobispo de Milán.
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